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Introducción al Pensamiento Científico
Documento de Cátedra
Ciencia, Tecnología y Sociedad
Mario Di Bella y Sofía Suaya
Índice
Página
Introducción
1. La constitución del campo de estudios Ciencia, tecnología y Sociedad. Su relación
con la Epistemología
1.1. Enfoques internalista y externalista
1.2. Robert Merton y el enfoque clásico de los estudios sociales de la ciencia
1.3. La nueva filosofía de la ciencia de Kuhn y las corrientes actuales de estudios CTS
2. Ciencia, tecnología y política científica
2.1. La relación entre la ciencia y la tecnología desde el punto de vista histórico
2.2. Dimensión ética de las cuestiones científico-tecnológicas
2.3. Políticas públicas en ciencia y tecnología
2.3.1. La institucionalización de la ciencia en la Europa moderna
2.3.2. Diseño de políticas públicas en ciencia y en tecnología en el siglo XX. Un caso
paradigmático: el informe de Vannevar Bush, “Ciencia, la frontera sin fin”
2.4. La investigación básica, la investigación aplicada y los desarrollos experimentales
2.5. La teoría de la neutralidad valorativa de la ciencia y su crítica
2.5.1. El ideal de una ciencia neutral, objetiva y universal. El modelo lineal
2.5.2. Crítica a la teoría de la neutralidad valorativa de la ciencia
2.6. Políticas científico-tecnológica cientificistas y su superación histórica
2.6.1. El cientificismo como política científico-tecnológica en América Latina
2.6.2. Fundamentos teóricos críticos a la política cientificista en América Latina
2.6.3. La Investigación y Desarrollo (I+D) en el desarrollo social de América Latina
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Documento de Cátedra: Ciencia, Tecnología y Sociedad – IPC – UBA XXI
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3. Ciencia, tecnología e innovación productiva
3.1. El modelo lineal y el modelo interactivo de innovación
3.2. Concepción de un Sistema Nacional de Innovación
3.2.1. El Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva en la Argentina actual
3.2.1.1. Estructura institucional y marco legal
3.2.1.2. Funcionamiento del complejo científico-tecnológico argentino
3.3. La inversión presupuestaria en Investigación y Desarrollo (I+D)
3.4. El sistema educativo y la evolución de la Investigación y Desarrollo (I+D)
Bibliografía
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Introducción
El abordaje epistemológico de Thomas Kuhn, y de los nuevos filósofos de la ciencia permitieron
dar un giro a los estudios sociales de la ciencia tal como se venían desarrollando hasta ese
momento, lo que nos posibilita entender que concebir a la ciencia como conocimiento y, a la
vez, como un fenómeno social e histórico, no solo no constituyen enfoques incompatibles entre
sí, sino que se complementan y guardan una dependencia mutua.
La comunidad científica está integrada por hombres y mujeres que comparten un cierto
momento histórico, por lo tanto, pueden tener una concepción general de mundo común con
otros miembros de la comunidad social que integran. Esa cosmovisión general influye sobre el
marco conceptual consensuado por los científicos y, al mismo tiempo, las teorías científicas
influyen considerablemente sobre el modo en que una sociedad concibe a la naturaleza y en
cómo se concibe a sí misma. Ya sea entendida como conocimiento, o bien, como empresa
social, la ciencia guarda íntima relación con otros tipos de conocimiento, con las pautas
culturales vigentes, con la estructura social, con el poder político y con las relaciones
económicas.
A lo largo de las páginas siguientes, estudiaremos la relación de la ciencia con la tecnología y
de ambas con el desarrollo de políticas públicas en el área investigativa, así como también
daremos tratamiento a las cuestiones éticas que devienen de dicha relación en el marco de la
sociedad contemporánea. A tales efectos, nos reportará utilidad el uso de un eje de análisis
histórico-epistemológico que atravesará todo el desarrollo del texto.
Abordaremos, asimismo, el tema de la práctica de la investigación en ciencia y en tecnología
en la Argentina y en el resto de América Latina. Y si bien lo haremos desde una perspectiva
descriptiva del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, también nos
introduciremos en cuestiones conceptuales generales acerca del diseño de políticas públicas
para el sector científico-tecnológico y de su relevancia para el desarrollo social y económico.
Con carácter meramente instrumental, haremos referencia a algunas estadísticas en calidad de
indicadores para la elaboración de diagnósticos de la realidad sociocultural de cada país.
Finalmente, trataremos un tema de suma importancia: la articulación del sistema pedagógico
con el área de investigación y, a su vez, la interacción de ambos ámbitos con el aparato
productivo y las instituciones políticas del Estado.
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1. La constitución del campo de estudios Ciencia, Tecnología y
Sociedad. Su relación con la Epistemología
1.1. Enfoques internalista y externalista
Los primeros estudios sistemáticos sobre el campo conocido como Ciencia, Tecnología y
Sociedad (CTS) se desarrollaron entre 1930 y 1940. Por aquel entonces, los estudiosos que
incursionaban en la temática lo hacían desde dos perspectivas rivales: internalismo y
externalismo.
El enfoque internalista consideraba al conocimiento científico como independiente de cualquier
influencia social o, en todo caso, que dicha influencia sería mínima y tocaría áreas de escasa
significación. Este enfoque encaraba el estudio de la historia de las ideas científicas y de su
filosofía poniendo el acento en los elementos teóricos y en la lógica del método científico.
Pensaba que la ciencia avanza por el camino correcto a partir de su propia dinámica interna,
de modo tal que quien deseara una aproximación al desarrollo científico moderno y
contemporáneo debía emanciparse de los factores sociales, éticos, políticos y económicos.
Este internalismo ha estado, en cierta medida, vinculado al Neopositivismo y, en particular, a
las propuestas del Círculo de Viena. El belga George Sarton (1884-1956), estimado como el
fundador de la historia social de la ciencia, era internalista y también lo era el filósofo e
historiador ruso Alexander Koyré (1892-1964), a pesar de no tener vínculos directos con la
filosofía positivista.
El externalismo, en sus comienzos, se sitúa en una posición frontalmente opuesta al
internalismo dogmático. Este primer externalismo será calificado luego como “externalismo
ingenuo”. Los propios externalistas irán proponiendo teorías mucho más elaboradas.
Los externalistas consideraban que la comprensión del fenómeno de la ciencia se lograría
desde la mirada que los historiadores y los sociólogos tuvieran de la época y de la sociedad en
que se generaba. El interés de los investigadores debía encaminarse hacia la estructura
organizativa de la ciencia, su relación con otras formas de conocimiento y la relación de la
comunidad científica con el poder político, las relaciones económicas y con los aspectos
socioculturales. Los elementos metodológicos y la lógica de la investigación pasaban a un
segundo plano o, directamente, no eran tenidos en cuenta. Esta concepción hunde sus raíces
en la sociología empírica y en el marxismo ortodoxo. Sus representantes más notorios son los
rusos Nicolai Bujarin (1888-1938) y Boris Hessen (1893-1936), pertenecientes a la escuela
materialista histórica soviética. En esa misma línea se inscribe el científico irlandés John Bernal
(1901-1971), que en el año 1939 publicó La función social de la ciencia (1939), obra en la que
sostiene un determinismo que vincula directamente el desarrollo científico a la evolución de las
fuerzas productivas.
1.2. Robert Merton y el enfoque clásico de los estudios sociales de la ciencia
La perspectiva clásica de los estudios CTS comienza, en concreto, con un análisis social de la
historia de la revolución científica en la Inglaterra del siglo XVIII producido entre 1933 y 1935
por Robert Merton (1910-2003), sociólogo funcionalista norteamericano. Desde una posición
externalista crítica, toma muy en cuenta la organización social, el pensamiento político, las
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ideas filosóficas y los requerimientos de las técnicas productivas que influyen en la generación
del conocimiento científico. Pero, si bien es cierto que allí podemos encontrar el origen de un
pensamiento sociológico que concibe a la ciencia como un producto de la sociedad, Merton
considera que, desde el punto de vista epistemológico, la ciencia constituye un sistema
autónomo de pensamiento cuyo método riguroso permanece inmune a toda influencia del
entorno. El sistema mertoniano se interroga y responde a la cuestión de la ciencia como
institución social pero ignora intencionalmente todo aquello que se relacione con los procesos
de validación del conocimiento científico. El sociólogo argentino contemporáneo Pablo Kreimer
(1999, p. 46) advierte en las tesis de Merton sobre la relación del origen de la ciencia moderna
y el desarrollo capitalista en la Inglaterra del siglo XVIII, una fuerte influencia de pensadores
pertenecientes a la escuela sociológica alemana como Max Weber (1864-1920) y Karl
Mannheim (1893-1947). El filósofo de la ciencia español contemporáneo, Javier Echeverría
(1995, pp. 20/21) apuntala la tesis de Kreimer al recordar que Mannheim, en su libro Ideología
y utopía (1929), sostenía que la sociología podía renovar la epistemología tomando como
objeto de estudio lo que habría de denominarse “contexto de descubrimiento” pero
consideraba que los procedimientos de justificación no debían formar parte de esos estudios
sociológicos. Por otra parte, Merton, en Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del
siglo XVIII (1938), también sigue las tesis de Weber delineadas en La ética protestante y el
espíritu del capitalismo (1905), abordando la relación entre el puritanismo, la acumulación de
capital y la actividad científica. Su preocupación central es profundizar la investigación de la
estructura social de la ciencia sin entrometerse en cuestiones epistemológicas. Se advierte una
contradicción entre la sociología funcionalista de Merton, crítica al Positivismo, y su concepción
epistemológica cercana al pensamiento positivista. Para el funcionalismo, las instituciones
sociales deben estudiarse, de un modo integral, concebidas como medios para la satisfacción
de necesidades culturales colectivas, es decir, ha de atenderse a la función social que cumple
un determinado entorno social más allá de la búsqueda de leyes causales generales. Esta
metodología funcionalista parece ser, en primera instancia, incompatible, con la bandera
positivista de la neutralidad valorativa de la ciencia. Dicha contradicción de Merton se explica
por el condicionamiento del momento histórico que le tocó vivir. La misma intentará ser
resuelta por los estudiosos del área CTS a partir de los años 60 y 70 del siglo pasado.
1.3. La nueva filosofía de la ciencia de Kuhn y las corrientes actuales de
estudios CTS
El modelo externalista mertoniano tuvo plena vigencia hasta mediados de los años 60 del siglo
XX. Los temas se fueron ampliando y los desarrollos de las distintas cuestiones se
profundizaron pero, en esencia, los aspectos fundacionales se respetaban. Hasta ese entonces,
los estudiosos de los aspectos sociales de la ciencia y de la tecnología consideraban que solo
podían hallar fecundidad en sus investigaciones en la medida en que se apartaran de cualquier
pretensión epistemológica. Ese panorama cambia radicalmente luego de la publicación de la
obra del filósofo de la ciencia estadounidense Thomas Kuhn (1922-1996), La estructura de las
revoluciones científicas (1962), que tuvo un impacto inédito dentro del mundo de la
epistemología y de los estudios CTS. A partir de su lectura, irrumpen una serie de grupos de
estudio y escuelas que postulan nuevas visiones críticas que ya no se ocuparán tan solo de la
estructura organizativa de la ciencia como institución, sino también de los propios contenidos y
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métodos científicos. Mencionaremos algunos de ellos y rescataremos sus coincidencias en las
críticas formuladas a la postura mertoniana y en sus propuestas constructivistas para superar
la dualidad internalismo-externalismo: el filósofo británico David Bloor, el filósofo y
antropólogo francés Bruno Latour, la epistemóloga austriaca Karen Knorr-Cetina, el sociólogo
francés Michel Callon y los sociólogos ingleses Steve Woolgar, Barry Barnes y Harry Collins,
entre otros.
Algunos de estos autores se incorporaron a los laboratorios como si fueran antropólogos
culturales (etnometodólogos). Mediante la observación participativa, aportaron una nueva
perspectiva diametralmente opuesta, tanto a la de la filosofía clásica de la ciencia como a la
de la sociología mertoniana. Estos autores llevaron a cabo sus estudios compartiendo con los
científicos investigados su contexto de trabajo y sus experiencias. Negaron la distinción entre
contexto de descubrimiento y contexto de justificación y sostuvieron que la actividad científica
debía ser estudiada en su propio ámbito de producción y no, solamente, sus resultados finales.
Concibieron al laboratorio como un sistema de construcción social de hechos y con esas
herramientas se despojaron de idealizaciones normativas y accedieron a fenómenos científicos
reales que les permitieron superar la diferenciación entre una dimensión interior y otra
exterior de las investigaciones. Criticaron duramente al sistema mertoniano por limitar su
campo de estudio y llegaron a la conclusión de que no hay ningún límite trascendente del
conocimiento que resida en alguna naturaleza especial que pudiera sostenerse en nombre de
una supuesta racionalidad, validez lógica y verdad objetiva.
Echeverría señala que la creencia en la objetividad y en la neutralidad de la ciencia se viene
abajo cuando se examina detalladamente la complejidad de la vida en los laboratorios
científicos (1995, p. 26). Frontalmente críticos a una concepción neutral de la ciencia, estos
autores consideran que el conocimiento científico tiene un carácter instrumental, es producido
y evaluado en términos de un interés. La investigación científica tiene un valor equivalente al
de un recurso que se pone en práctica y se lo explota en una comunidad determinada para la
consecución de intereses de todo tipo que los propios actores sociales se fijen. El interés de la
gente ajena a los laboratorios por lo que pasa allí adentro es el resultado del trabajo de los
científicos que tratan de enrolarlos; aquellos científicos que son capaces de traducir los
intereses de los demás a su propio lenguaje obtienen más éxito. Tanto los intereses sociales
como los hechos del laboratorio son construcciones. Los científicos aprenden el lenguaje de los
enrolados y generan un discurso relevante para ellos. Lo invisible para la gente se hace visible
a partir de la traducción. Pero, ninguna traducción puede durar lo suficiente como para
mantener unidos los intereses. La sociedad dirige la atención rápidamente hacia cualquiera que
afirme que tiene la solución para sus problemas, pero es muy rápida para retirarla cuando
advierte que tienen muy poco que ofrecer. De ese modo, los intereses captados se trasladan a
otras traducciones de otros científicos que han tenido más éxito en alistarlos. Estas
traducciones se entienden como contratos muy difíciles de negociar. Estos autores
mencionados creen que en los estudios de laboratorio, no solo encontrarán la clave para una
comprensión sociológica de la ciencia, sino también, la clave para una comprensión sociológica
de la sociedad misma, porque, para ellos, es en los laboratorios donde se genera la mayor
parte de las nuevas fuentes de poder. Ellos cuestionan radicalmente la separación artificial
entre “interior de la ciencia” y “contexto social externo”. Consideran que los sistemas sociales
no tienen límites claramente definidos en relación con el entorno y ello no constituye ninguna
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excepción para la investigación científica. Por eso se dedican a tratar de interpretar las
negociaciones que los científicos entablan con las agencias de financiamiento, tanto estatales
como privadas, con los empresarios y con los potenciales usuarios de sus conocimientos.
Mediante esas relaciones se define cuál es el problema y cómo debe ser abordado. Y se entra
en un proceso de traducción de los contenidos involucrados en esas relaciones entabladas con
el fin de seguir tal o cual curso de acción. Lo natural es repensado desde una reconstrucción
contextual en la cual el interior y el exterior del laboratorio ya no están más separados. Los
investigadores establecen verdaderas alianzas con otros agentes, con el fin de imponer sus
enunciados y convertirlos en “hechos”. A partir del reclutamiento de sujetos sociales capaces
de sostener sus argumentos, las alianzas de todos los actores participantes son el modo de
establecer los hechos científicos, de los cuales ya nadie podrá dudar. Se negocia el carácter de
los enunciados intentando acumular más poder que el adversario y luego se trata de captar los
intereses de nuevos actores sociales y traducirlos en el sentido de los propios intereses de los
investigadores. Y, en última instancia, se utiliza la fuerza persuasiva de los instrumentos
cuando se construye la evidencia. Los instrumentos, que parecen ser neutros, esconden, en
realidad, las interpretaciones de los que están investigando los fenómenos que registran. Pero
para que los “hechos” fabricados dentro de los laboratorios pasen a la sociedad, hay que
construir redes muy costosas y cuando el producto está terminado resulta difícil identificar a
los actores realmente significativos durante el proceso.
2. Ciencia, tecnología y política científica
2.1. La relación entre la ciencia y la tecnología desde el punto de vista
histórico
En las culturas ancestrales prehelénicas, las técnicas, en general, se caracterizaban por su
simplicidad. Sus elementos eran compartidos prácticamente por toda la comunidad, y sus
instrumentos eran fabricados, en la mayoría de los casos, por la misma sociedad que los
utilizaba. Así pues, en estas sociedades, desde el punto de vista antropológico, la tecnología se
constituía en un elemento fundamental de la cultura. Se trataba de una tecnología empírica sin
conexiones significativas con el cuerpo de conocimientos teóricos del que disponían dichas
sociedades. En la Grecia antigua se produce un florecimiento de las ciencias parecido al que se
dará a partir del Renacimiento en Europa y que desembocará en la revolución industrial. Sin
embargo, es de destacar una diferencia fundamental entre ambos procesos. La ciencia griega
no hizo aportes de importancia a una tecnología científica. La tecnología griega no se
caracterizó por ser muy superior a la de otros pueblos de la antigüedad. El científico argentino
Amílcar Herrera (1920-1995) cree que una de las razones por las cuales los griegos no
desarrollaron una tecnología con base científica se deba a que a la sociedad griega antigua,
sustentada económicamente casi totalmente en la mano de obra esclava, le faltaban estímulos
para aumentar la productividad (1973, pp. 58-70). Este divorcio entre ciencia y tecnología
continuó durante muchos siglos en toda Europa. El avance vertiginoso de las ciencias operado
a partir del Renacimiento ha sido calificado por algunos autores como “revolución científica”. La
primera revolución industrial, iniciada mucho más tarde, no es consecuencia de esa revolución.
La mayoría de las maquinarias y artefactos que impulsaron este cambio en la producción fue
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obra de hábiles e ingeniosos artesanos, herreros, carpinteros, cerrajeros, etc., que contaban
con escasa o nula formación científica. La revolución industrial no solo no se produjo como
consecuencia de los nuevos conocimientos académicos científicos disponibles con anterioridad
a la misma, sino que obedeció a factores sociales, políticos y económicos propios de una
sociedad en proceso de transformación. La revolución agrícola, basada en nuevas
metodologías de cultivo y aprovechamiento integral de las tierras, enriqueció a los propietarios
y empobreció a los trabajadores rurales que se vieron obligados a emigrar a las poblaciones
urbanas y vender su fuerza de trabajo. Otro factor fundamental fue el incremento de la
actividad comercial hacia afuera debido a la intensificación del tráfico marítimo y a la
expansión colonial. Esta nueva burguesía mercantilista, que les había ganado los espacios
económicos a los representantes del viejo orden feudal, ya estaba ensayando disputarles el
poder político. La revolución industrial no se hubiera producido sin el concurso de estas
demandas sociales, políticas y económicas. Tal vez, el despertar científico del Renacimiento
hubiera evolucionado de un modo más lento o se hubiera paralizado. El aporte decisivo de la
ciencia al desarrollo tecnológico moderno es posterior a la primera revolución industrial cuando
los artefactos diseñados sin base científica comienzan a ser perfeccionados con el concurso del
conocimiento científico. Más tarde, un nuevo gran impulso a la tecnología moderna lo dan las
dos guerras mundiales del siglo XX y la competencia de las grandes potencias por el dominio
tecnológico. Ello generó una fuerte demanda de investigación con el fin del perfeccionamiento
de las técnicas disponibles. El progreso de la ciencia moderna nunca dejó de estar vinculado a
la demanda social de su transferencia al terreno práctico.
2.2. Dimensión ética de las cuestiones científico-tecnológicas
Se tiende, erróneamente, a concebir a la tecnología como algo que evoluciona en forma
unidireccional, como la consecuencia “natural” e inevitable del progreso científico. La
tecnología evolucionaría como si tuviera una especie de código genético propio, independiente
de la sociedad que la rodea y de los valores de la misma. Se percibe a la tecnología como algo
que sucede externamente a los usuarios, como algo en que no tienen participación. Una de las
consecuencias de esta visión, es la aparición de una corriente de pensamiento crítico que
cuestiona no solamente a la tecnología, sino a la ciencia que, supuestamente, la
predeterminaría linealmente. Ambas serían una especie de “espíritus malignos
desencarnados”, responsables de todos los males de la sociedad actual, olvidando que esos
productos culturales se basan, en buena medida, en los valores éticos de esa sociedad. Este
creciente cuestionamiento a la ciencia y a la tecnología por sectores cada vez mayores de la
sociedad, iniciado aproximadamente hacia fines de la década de 1960, es, en última instancia,
un cuestionamiento a esos valores propios de la cultura que les dio origen. Estas reacciones
se han expresado de diversa manera: desde posturas teóricas muy elaboradas, como la del
psicoanalista y filósofo alemán Erich Fromm (1900-1980) o producciones literarias, como es el
caso del escritor argentino Ernesto Sábato (1911-2011), hasta la acción directa, en los años
90, del terrorista ecologista norteamericano llamado Unabomber. Esta realidad nos lleva a
desarrollar una breve reflexión sobre la relación entre la ética y los proyectos científico-
tecnológicos.
Desde el punto de vista del Positivismo y también desde la postura externalista de Merton,
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autor tratado en el punto 1.2, la ética de la investigación se limitaría al respeto de ciertas
normas. Para Merton dicha normatividad reposa en un conjunto de valores y reglas que fueron
publicados por primera vez en 1942 en un artículo cuyo título era Ciencia y tecnología en un
orden democrático; estos valores son universalismo, comunismo (comunalismo), desinterés y
escepticismo organizado. El propio Merton caracteriza al ethos de la ciencia del siguiente
modo: “Es ese complejo de valores, y normas, con tintes afectivos, que se considera
obligatorio para el hombre de ciencia. Las normas se expresan en la forma de prescripciones,
proscripciones, preferencias y permisos. Son legitimadas en términos de valores
institucionales. Estos imperativos, transmitidos por el precepto y el ejemplo y reforzados por
sanciones, son internalizados en grado diverso por el científico, y moldean de este modo su
conciencia científica [...]” (1980, p. 66). La pretensión mertoniana es la obtención de la
“verdad científica” por procedimientos confiables no contaminados por deseos personales,
intereses sectoriales, prejuicios culturales, ni ideologías de ningún tipo. Para Robert Merton, a
pesar de no ser positivista, la investigación científica es neutral y objetiva. El explica el
surgimiento de la “ciencia aria” en la Alemania nazi y de la denominada “ciencia del
proletariado” en la Unión Soviética de José Stalin (político ruso, 1879-1953), como
desviaciones de esa supuesta neutralidad y objetividad. Evidentemente, Merton no podía
pensar de otra manera pues el contexto histórico y cultural en el que vivía lo condicionaba.
Desde otra perspectiva teórica y coyuntural, hoy podemos afirmar que ni estas supuestas
“desviaciones” ni la ciencia occidental europea y norteamericana eran neutrales ni objetivas.
El epistemólogo argentino Mario Bunge, además de acordar con esta posición, considera que la
ciencia misma puede constituirse en un modelo de ética pues el hombre de ciencia al buscar la
verdad desinteresadamente, observando rigurosamente cierta normatividad, ejerce una acción
moralizante ante la sociedad (1996, 54-56). Concepciones como esta reposan en la convicción
de que a la ciencia le corresponde obtener conocimiento objetivo sobre la realidad y que la
función de transformar esa realidad la tiene la tecnología. El científico no tendría más
responsabilidad moral que aplicar correctamente el método científico y cumplir con las
normativas del ethos al que pertenece, mientras que el tecnólogo debe responder, en todo
sentido, por la aplicación práctica de las teorías científicas. Estos criterios además de sostener
una división tajante entre ciencia y tecnología, que es más analítica que real, restringen el
concepto de responsabilidad ética al comportamiento individual del científico y del tecnólogo.
¿Es posible pensar en una responsabilidad ética de la ciencia y de la tecnología, que vaya más
allá del cumplimiento por parte de los profesionales involucrados, de las normas morales y
jurídicas establecidas para cualquier ciudadano y del cumplimiento del código deontológico de
su comunidad de pares?
Los filósofos iluministas y positivistas que nos legaron la visión de una ciencia neutral,
objetiva, universal, lo hicieron desde un contexto de una sociedad que, para ellos, dejaba atrás
un pasado oscurantista feudal y tenían la convicción de haber hallado la clave del
conocimiento. Creían con entusiasmo que el despliegue de las fuerzas productivas apoyadas
por el avance de la ciencia y de la técnica conducirían al progreso indefinido. El siglo XX echó
por tierra esa ilusión y hoy, luego de las reflexiones críticas de Kuhn y otros nuevos filósofos
de la ciencia, podemos apreciar el carácter no trascendente del conocimiento científico,
socialmente construido e históricamente situado.
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El empeño de ciertos pensadores contemporáneos de mantener a la ciencia dentro de una
especie de sagrario separado de la realidad social parece esconder, en última instancia, una
intencionalidad política: evitar que la comunidad en general participe y decida acerca de la
viabilidad y conveniencia de los proyectos de investigación. Sin embargo, en la actualidad la
mayoría de los epistemólogos y estudiosos del campo CTS consideran insostenible dicha
postura. Para ellos, como hemos visto, los límites entre ciencia y sociedad son difusos, y el
criterio demarcatorio entre lo que es ciencia y lo que no es ciencia ya no depende solamente
de factores epistémicos sino de convenciones sociales, valores éticos, creencias religiosas,
conveniencias pragmáticas, etc. El contenido de la ciencia es atravesado por elementos
tomados de las fuentes que nutren a otros tipos de conocimientos, como el arte y la religión, y
las creencias comunes y corrientes de los miembros de la sociedad en general.
Hoy es insostenible la concepción que señalaba la división tajante entre una ciencia neutral y
una tecnología a la que se le pueden adjudicar responsabilidades éticas. No es correcto
sostener que los cuestionamientos éticos a la ciencia corresponden al uso posterior que la
tecnología haga de ella. Ciencia y tecnología comparten responsabilidades en la medida en
que no son dos ámbitos separados. El filósofo italiano actual, Evandro Agazzi (2008, p. 297)
considera que la distinción entre ciencia y tecnología es, tan solo, analítica y que en el marco
de las investigaciones concretas podemos hablar de “tecnociencia” como una realidad
integrada. Recordemos que la actividad científica tiende a resolver problemas que el marco
histórico y social considera relevantes. Y que el científico participa activamente de este
proceso. La tecnología no es la mera aplicación de conocimiento científico sino que posee un
carácter complementario de la ciencia. La puesta en práctica de proyectos tecnológicos
usualmente genera problemas cuya resolución corresponde nuevamente a la ciencia. Como
consecuencia de esta mutua interacción se producen, con frecuencia, transformaciones en la
ciencia como cambios de enfoques y hasta el abandono de teorías y su reemplazo por otras
más aptas. No hay un pasaje lineal en un solo sentido de la ciencia a la tecnología sino que son
dos conocimientos y actividades que se retroalimentan y son atravesados conjuntamente por
factores extradisciplinarios.
2.3. Políticas públicas en ciencia y tecnología
2.3.1. La institucionalización de la ciencia en la Europa moderna
Para algunos estudiosos de los aspectos políticos de la investigación científica, el desarrollo de
políticas públicas en el área comienza recién en el siglo XX. Sin embargo, muchos historiadores
de la ciencia y de la tecnología creen ver antecedentes de las mismas en la Europa moderna,
en la denominada etapa de la institucionalización de la ciencia. Esta comenzó entre los siglos
XVI y XVII con la creación de instituciones científicas formalmente constituidas. La Accademia
del Cimento de Florencia se creó en 1657, fue fundada y sostenida económicamente por el
gran duque de Toscana, Fernando II. Se inspiraron en los trabajos de investigación
experimental de los científicos italianos Galileo Galilei (1564-1642) y Evangelista Torricelli
(1608-1647). Tuvo una duración muy breve pero sentó las bases para la formación de otros
agrupamientos posteriores de hombres de ciencia. La Royal Society de Londres, en cambio,
surge por iniciativa privada de un grupo de científicos experimentales que también contribuyen
económicamente a su mantenimiento. Sin embargo, requiere la aprobación del monarca y el
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control estatal. La Académie de Science de París fue creada en 1666 durante del reinado de
Luis XIV por el ministro Jean-Baptiste Colbert, impulsor del mercantilismo en Francia, y tuvo
desde sus comienzos, y a lo largo de toda su historia, un carácter de institución fuertemente
ligada al Estado y a sus políticas públicas. La Societas Regia Scientiarum, luego Akademie der
Wissenschaften de Berlín, fue fundada en 1700 por el príncipe prusiano Federico III de
Brandeburgo con fondos de la hacienda estatal y la protección política de la corte.
Previamente, los círculos de científicos se localizaban en algunas cortes cuyos nobles no solo
favorecían la actividad científica en carácter de mecenazgo sino porque intuían el papel
fundamental de la actividad científica en el proceso de transformación de la sociedad europea
de aquel entonces. Las nuevas instituciones académicas de científicos no fueron homogéneas.
Desde sus orígenes constitutivos se fueron perfilando dos modelos institucionales que se
desarrollaron luego, también, en otros países:
el fuertemente centralizado con financiamiento y control estatal, y
el privado, en manos de los propios científicos, a veces con financiamiento parcial del
Estado y, otras veces, tan solo con supervisión de sus actividades.
Sin embargo, más allá del carácter político que tuvieran estas instituciones, en ningún ámbito
de la sociedad se cuestionaba, la libertad de investigación de sus miembros y mucho menos
nadie se sentía autorizado a entrometerse en las cuestiones metodológicas inherentes a la
observación y experimentación que desarrollaban.
En realidad, tal cual lo señala el contemporáneo Mario Biagioli, historiador de la ciencia de la
Universidad de Harvard (2008, pp. 13-24), el poder estatal o las influencias de los grupos de
presión de la sociedad, como la burguesía en ascenso, no necesitaban derrumbar los muros
de esa supuesta “libertad de investigación”, porque los propios hombres de ciencia de la
Europa moderna construían su propia imagen de proveedores de lo que el poder político y
económico estaba necesitando. El cercenamiento de la libertad de investigación se daba tan
solo, en circunstancias muy especiales, por parte de regímenes reaccionarios representativos
de los resabios del feudalismo que aún quedaban. Estos hombres de ciencia de la modernidad
parecían inspirarse, ya sea que trabajaran en los palacios o en las nuevas instituciones
académicas, en la sentencia del filósofo y político inglés Francis Bacon (1561-1626): “el saber
es poder”. Vemos cómo se va formando un marco político-institucional de la ciencia de la
modernidad y cuál es la procedencia de las fuentes de financiamiento de las investigaciones
que son observadas con buenos ojos por quienes tienen algo para beneficiarse con ellas. Al
mismo tiempo, aunque resulte paradójico, se va reforzando con convencimiento, la imagen de
una ciencia neutral, ajena a cualquier interés sectorial mezquino. También, en esta época los
científicos de mayor prestigio pasan a integrar los estamentos sociales más privilegiados de
la sociedad.
2.3.2. Diseño de políticas públicas en ciencia y en tecnología en el siglo XX. Un caso
paradigmático: el informe de Vannevar Bush, “Ciencia, la frontera sin fin”
Un hecho histórico de suma importancia, considerado un punto de inflexión en el proceso de
diseño de políticas públicas en ciencia y tecnología, es el documento elevado por Vannevar
Bush, ingeniero y científico estadounidense (1890-1974) al presidente de los Estados Unidos,
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Franklin D. Roosevelt, en 1945 en el contexto de la llamada big science, luego de la
implementación del Proyecto Manhattan. Los historiadores y sociólogos de la ciencia y la
tecnología utilizan la expresión “big science” para dar cuenta de los grandes cambios operados
en el aparato productivo y en los dispositivos de defensa militar de algunas naciones durante y
después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Este modelo se caracterizó por el
acelerado progreso de las investigaciones científicas y por el enorme desarrollo tecnológico que
reposaban, fundamentalmente, en proyectos de gran escala financiados, sin reservas, por los
gobiernos involucrados en el conflicto bélico y, luego, durante la posterior “guerra fría”. El
Proyecto Manhattan fue un desarrollo científico-tecnológico llevado a cabo por los Estados
Unidos entre 1941 y 1945. Su finalidad era la urgente construcción de una bomba atómica
antes de que la Alemania nazi lo lograra. Se invirtieron millones de dólares para poner en
marcha la iniciativa y se calcula que se movilizó a unos cinco millones de personas entre
científicos, técnicos, ingenieros, militares, operarios calificados y personal civil administrativo.
La inmensa mayoría de toda esta gente desconocía la naturaleza del proyecto en el cual
trabajaba y, muchas veces, violando principio éticos elementales, no se respetó su salud y se
expuso su vida a grandes riesgos por la contaminación radiactiva. El proyecto tuvo una
conducción científico-militar compartida por los estadounidenses coetáneos, el físico Julius
Openheimer y el general Leslie Richard Groves, coordinados y supervisados por Vannevar
Bush, director del Comité de Investigaciones para la Defensa Nacional, y por el propio
presidente Roosevelt.
En el mes de noviembre del año 1944 el presidente Roosevelt, le enviaba una carta a Bush. En
ella elogiaba el trabajo en equipo para la coordinación de la investigación científica y la
aplicación del conocimiento científico a la solución de los problemas técnicos fundamentales de
la guerra. Y le comentaba que creía que no había razón para que este trabajo no se aplicara
en tiempos de paz.
En concreto, Roosevelt le consultaba acerca de si era posible dar a conocer, respetando el
secreto militar, las contribuciones hechas al conocimiento científico durante la guerra para
estimular nuevas empresas, proveer empleos y mejorar el bienestar de la nación, en especial
en la lucha contra las enfermedades. Además, le preguntaba cómo el gobierno podía contribuir
para ayudar a las investigaciones públicas y privadas y sobre la posibilidad de instrumentar un
programa para el descubrimiento y desarrollo de talentos científicos entre la juventud
norteamericana. Roosevelt cierra su carta con una metáfora: “nuevas fronteras de la mente
están ante nosotros […]” – dice el presidente, muy entusiasmado –.
La carta de respuesta de Bush, que Roosevelt no llegará a leer debido a su fallecimiento,
parte de dicha metáfora y lleva por título “Ciencia, la frontera sin fin”. El destinatario del
documento será, en julio de 1945, el nuevo presidente Harry S. Truman.
Según Bush el progreso científico es esencial para la sociedad norteamericana y considera que
el conocimiento científico solo puede ser obtenido a través de la investigación básica. No
obstante advierte que la ciencia por sí sola no puede resolver todos los problemas. Reclama
extender el apoyo financiero a la investigación científica básica en universidades. Para él, el
progreso social y económico depende de la expansión del conocimiento científico, pero,
además de dar libertad de investigación y enseñar, el gobierno debe ampliar el apoyo
financiero. Piensa que los Estados Unidos no pueden depender más de Europa como la mayor
fuente de capital científico. Propone más y mejor investigación científica como uno de los
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objetivos esenciales para lograr el pleno empleo y el estado de bienestar de la población. Y
para ello exhorta al gobierno a incentivar las investigaciones, contribuir a la profesionalización
del científico mediante becas y fuerte apoyo presupuestario sin mezquindades. Podemos
apreciar que Bush no se comporta simplemente como un sirviente de intereses que no son los
suyos, sino que asume la defensa corporativa del sector al cual pertenece y opera como un
hábil negociador político de sus propios intereses en el concierto de conflictos y consensos de
ese momento (1999, pp. 95-112).
Bush, que en ningún momento cuestiona la teoría de la neutralidad valorativa de la ciencia, no
cae en ninguna propuesta “cientificista” como las que desarrollaron algunos países periféricos
hasta ese momento - y que a continuación trataremos -. Para él, la ciencia básica provee de
un conocimiento neutral y objetivo pero no cree que buenos resultados prácticos de la
aplicación de sus principios se obtengan por añadidura. Es cierto que, a partir de su informe,
se estructura un modelo clásico de innovación, basado en la investigación básica, que no solo
será implementado en la posguerra en los Estados Unidos, sino también, mediante la ayuda
económica del Plan Marshall, en la Europa destruida por la guerra. Este modelo supone que
hay un pasaje lineal desde la investigación básica a la aplicada y de esta al desarrollo de
tecnologías que serán utilizadas por el aparato productivo de las naciones para satisfacer las
demandas del mercado. Sin embargo, a diferencia del cientificismo, que también sostiene el
modelo lineal, Bush enmarca al mismo dentro de una fuerte presencia del Estado como
elemento fundamental de planificación de las políticas científico-tecnológicas y financiamiento
de la actividad en dichas áreas. El cientificismo cree que el flujo desde la investigación básica a
los nuevos productos que inundarán el mercado se dará “naturalmente”.
Si bien Vannevar Bush reclama libertad de investigación para que la ciencia básica dé
resultados fecundos, esta queda relativizada por el encuadre de los proyectos diseñados y
financiados por quienes buscan logros tangibles, ya sean de índole económica o militar.
2.4. La investigación básica, la investigación aplicada y los desarrollos
experimentales
La investigación y el desarrollo experimental comprenden el trabajo creativo llevado a cabo
para incrementar el volumen de los conocimientos humanos, culturales y sociales, y, también,
el uso de esos conocimientos para derivar nuevas aplicaciones. En el sector de investigación y
desarrollo (I+D), podrían identificarse tres ámbitos donde se realizan distintas actividades que
están interconectadas de tal manera que conforman una red. Por eso no se puede hablar de
una distinción tajante entre los tres ámbitos y mucho menos de un pasaje lineal de los
productos de uno a otro ámbito. Esta distinción es tan solo analítica y cumple fines descriptivos
pero en la práctica real, los pasos de las investigaciones no se cumplen estrictamente por
separado y las secuencias tampoco son en un solo sentido.
La investigación básica está constituida por trabajos teóricos y experimentales que se
emprenden, fundamentalmente, para obtener nuevos conocimientos acerca de la explicación
de fenómenos y hechos observables, sin darle una aplicación o utilización determinada. Se
analizan propiedades, estructuras y relaciones, con el objeto de formular y contrastar hipótesis
para obtener leyes y construir teorías. Los resultados de la investigación básica, generalmente,
no se ponen a la venta sino que se publican en revistas científicas o se difunden directamente
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entre colegas u organismos interesados. En ocasiones, la difusión de los resultados de este
tipo de investigaciones puede ser considerada confidencial por razones de seguridad. Quienes
llevan a cabo la investigación básica son los científicos y, en términos ideales, se supone que
ellos mismos deberían fijar sus propios objetivos y organizar su propio trabajo, aunque como
hemos dicho, esto queda relativizado.
Los defensores de la libertad de investigación en ciencia básica pura dicen que se llevaría a
cabo para hacer progresar los conocimientos, sin la intención de obtener a largo plazo ventajas
económicas o sociales, y sin hacer un esfuerzo deliberado por poner en práctica los resultados
ni transferirlos a los sectores responsables de su aplicación. Pero, no en vano muchos
especialistas en la materia, llaman a la investigación básica, también investigación estratégica,
porque, en la mayoría de los casos, la investigación básica está orientada hacia grandes áreas
de interés general. Por eso, hoy es muy común el uso de la expresión “investigación básica
orientada” en los documentos que hacen referencia al tema. Esta se llevaría a cabo con el
propósito de generar una amplia base de conocimientos, susceptible de constituir una
plataforma que permita resolver problemas planteados de antemano o que puedan aparecer
en el futuro.
En términos ideales, se considera que el producto de la investigación básica debería ser de
libre circulación ya sea mediante publicaciones en revistas científicas con reconocimiento
internacional o mediante documentos publicados en Internet, etc., pero por motivos de
seguridad nacional o secreto comercial quienes financian este tipo de investigaciones impiden
su difusión o la postergan hasta asegurar su registro de propiedad intelectual.
En cuanto a la investigación aplicada, si bien apunta a desarrollar trabajos originales para
adquirir nuevos conocimientos, está dirigida hacia objetivos prácticos específicos. Se emprende
para considerar los posibles usos de los resultados de la investigación básica, de la cual no
está tajantemente separada, o para tomar en cuenta nuevos métodos para solucionar
problemas concretos. Para alcanzar dichos objetivos predeterminados, se contemplan todos los
conocimientos disponibles y se emprende un trabajo de profundización. Esto no implica
neutralidad alguna porque, por ejemplo, en las empresas los proyectos de investigaciones
aplicadas surgen a partir de resultados prometedores de la investigación básica inserta en un
programa común. El producto de una investigación aplicada es, generalmente, un prototipo
que, muchas veces, se puede patentar. Estas patentes y demás derechos de propiedad
intelectual o industrial, en algunos casos permiten transformarlos en innovaciones que apunten
al desarrollo de la economía nacional y al mejoramiento de la calidad de vida.
Los desarrollos experimentales consisten en trabajos sistemáticos basados en los
conocimientos existentes obtenidos de la investigación científica y/o de la experiencia práctica.
Los mismos se orientan a la generación de nuevos materiales, productos o dispositivos; al
establecimiento de nuevos procesos, sistemas y servicios, o a la mejora de los ya existentes.
2.5. La teoría de la neutralidad valorativa de la ciencia y su crítica
2.5.1. El ideal de una ciencia neutral, objetiva y universal. El modelo lineal
Como hemos visto, el modelo clásico de investigación científico-tecnológica concibe que hay un
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pasaje lineal desde la ciencia básica a la ciencia aplicada y de estas a la tecnología, por eso
recibe el nombre de modelo lineal. Este reposa, en buena medida, en la teoría de la
neutralidad valorativa de la ciencia. Mario Bunge, entre otros autores, sostiene la tesis de la
neutralidad de la ciencia. Para él, la ciencia es neutral, carece de ideología, no sirve a otro fin
que al propio conocimiento que él concibe como un bien intelectual que eleva el nivel de
ilustración de la población. Las teorías científicas no estarían contaminadas por intereses
ajenos a los de la propia ciencia.
Esta concepción se remonta al contexto histórico de formación del mundo moderno. Hay una
íntima relación entre el ideal de ciencia de aquellos tiempos y el nacimiento de la incipiente
sociedad europea de la modernidad. Los atributos más importantes del ideal de la ciencia
moderna eran la universalidad, la objetividad y la neutralidad. La característica de reducción a
la unidad, tomada de la matemática, permitía eliminar las diferencias y las particularidades,
garantizando la neutralidad y la objetividad del pensamiento científico. Según este modo de
concebir la ciencia, que responde al ideal de la economía mercantilista de aquellos tiempos,
todo podía ser calculado y reducido a la unidad. Este criterio reduccionista deja de lado las
diferencias. Se produce una división tajante entre sujeto y objeto. Los objetos no tienen nada
de trascendente, sino que, para el Iluminismo, y luego para el Positivismo, los objetos son lo
que son, nada más. El objeto, en unidad e identidad consigo mismo, agota toda su realidad. La
uniformidad, la repetición y la legalidad garantizan la unidad. El conocimiento se convierte en
repetición: la reproducción de lo mismo se convierte en esquema de perpetuación del
pensamiento. En este modelo físico-matemático de ciencia moderna, no puede entrar la
subjetividad. Para este pensamiento, la realidad es única y objetiva y el hombre, puede dar
testimonio científico de esa realidad tal cual es, independientemente de su condición social, de
sus ideas políticas, de sus valores éticos. Hay una línea de continuidad histórica entre aquel
ideal de ciencia del Iluminismo del siglo XVIII y del Positivismo del siglo XIX y la defensa
actual de la tesis de la neutralidad valorativa de la ciencia.
Dice Bunge: "La ciencia es útil: porque busca la verdad, la ciencia es eficaz en la provisión de
herramientas para el bien y para el mal" (1995, p. 45). Esto supone la clásica distinción
tajante entre ciencia pura y ciencia aplicada, y, a su vez, entre ciencia y
tecnología. Según este punto de vista, los científicos que hacen la investigación básica, o
sea, según Bunge, los que desarrollan la ciencia por la ciencia misma como un bien
intelectual, la ciencia por amor al conocimiento, no son moralmente responsables por
el uso que pueda hacerse de sus investigaciones. Esta postura sostiene que esa
producción científica es neutral; en cambio, la tecnología sería la aplicación práctica
con fines utilitarios de los principios científicos y son estas aplicaciones las que carecen
de neutralidad. Esta diferenciación absoluta no se da en la auténtica práctica social de las
investigaciones. Para Bunge, el científico está exento de responsabilidad ética y social,
mientras que el tecnólogo no, pues trabaja para un proyecto bien definido por una política
determinada, un proyecto político, militar o económico. Sigamos leyendo al propio Bunge
que, en la obra anteriormente citada, dice: "La utilidad de la ciencia es consecuencia de su
objetividad: sin proponerse necesariamente alcanzar resultados aplicables, la investigación los
provee a la corta o a la larga. La sociedad moderna paga la investigación porque ha aprendido
que la investigación rinde. Por este motivo, es redundante exhortar a los científicos que
produzcan conocimientos aplicables: no pueden dejar de hacerlo. Es cosa de técnicos emplear
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el conocimiento científico con fines prácticos, y los políticos y empresarios son los responsables
de que la ciencia y la tecnología se empleen en beneficio de la humanidad" (1995, 46).
2.5.2 Crítica a la teoría de la neutralidad valorativa de la ciencia
La teoría de la neutralidad valorativa de la ciencia ofrece, en nuestros días, una visión muy
simplista de la investigación científica. Se destinan millones de dólares en proyectos
científico-tecnológicos con fines predeterminados. Científicos y tecnólogos trabajan
conjuntamente en proyectos, no solo financiados sino también ideados por quien busca algún
rédito inmediato o a largo plazo. La tecnología no es meramente aplicación utilitaria de
conocimiento científico, la tecnología no está predeterminada por la ciencia. No se puede
hablar de un pasaje lineal desde la investigación básica a la tecnología. Como veremos más
adelante, ciencia y tecnología se retroalimentan constantemente y ambas interactúan con el
poder político y económico. Todos los agentes intervinientes son ética y socialmente
responsables de los productos y sus efectos.
Otro epistemólogo argentino, Enrique Marí (1928–2001), en un artículo periodístico del año
1996, criticaba la neutralidad de la ciencia concebida como una herramienta aséptica, tesis
sostenida, además de Bunge, por el epistemólogo argentino Gregorio Klimovsky (1922-
2009). La ciencia, también para Klimovsky, sería simplemente un instrumento que puede ser
bien o mal utilizado, una herramienta neutral, como, por ejemplo, un martillo. Con un
martillo se puede hacer algo muy productivo como clavar un clavo o algo muy censurable
como romperle la cabeza a un hombre. El martillo sería neutral, la intencionalidad del
usuario determinaría el buen o el mal uso. Alguien podría, luego, adaptar el martillo para
clavar clavos o para romper cabezas. Pero, según este punto de vista, quien hizo el martillo
no tiene responsabilidad por su buen o mal uso. Marí, retomando la metáfora del martillo
usada por Klimovsky, sostuvo en aquella oportunidad, cuestionando la división tajante
entre ciencia pura y ciencia aplicada, que el martillo es un producto en cuya gestación han
participado todos los interesados para que sea, ya desde el inicio, un "martillo clavador de
clavos" o "un martillo rompedor de cabezas".
2.6. Políticas científico-tecnológicas cientificistas y su superación histórica
2.6.1. El cientificismo como política científico-tecnológica en América Latina
Las políticas científico-tecnológicas de carácter cientificista, históricamente, se han
desarrollado, desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, en algunos países de
América Latina, como la Argentina, Brasil, Venezuela, México, etc.; en los cuales hubo algún
desarrollo considerable de las investigaciones científicas.
El modelo cientificista sostenía que el desarrollo económico sería la consecuencia natural del
trabajo en investigaciones básicas por parte de calificados hombres de ciencia en
universidades de alto nivel de excelencia.
Nuestro país y algunos otros países periféricos, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX,
contaban con universidades que estaban a la par de las más renombradas del viejo continente
y la producción científica aumentaba allí en calidad y cantidad.
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Sin embargo, nuestros países no se desarrollaban tecnológicamente ni montaban un
respetable aparato productivo como los países europeos. El cientificismo adolecía de graves
defectos pues, como sostiene el investigador francés, especializado en CTS, Jean-Jacques
Salomon (1929-2003), por sí misma la ciencia no garantiza el desarrollo, pues, la sola
investigación científica no puede desarrollar industrialmente a ningún país (1985, pp.968-971).
Sobre este tema, el experto argentino en cuestiones socio-económicas de la ciencia y la
tecnología, Amílcar Herrera, dice: “[…] la ciencia requiere, para poder ser realmente efectiva
en la promoción del progreso de una sociedad, condiciones económicas, políticas y sociales que
ella misma no puede crear y que sólo pueden darse mediante una profunda transformación de
las estructuras socioeconómicas que están en la base misma del subdesarrollo” (1974, p. 17).
Las políticas cientificistas se dan en el contexto de la llamada “división internacional del
trabajo” delineada fundamentalmente por Inglaterra. El globo terráqueo había quedado
dividido en dos bloques bien definidos: aquellos países que se desarrollaban económicamente
de un modo acelerado siguiendo un modelo de industrialización que utilizaba todos los
recursos científicos y tecnológicos a su alcance, y el formado por el resto de los países del
mundo que seguían sumidos en la pobreza.
El sociólogo brasileño Fernando Cardoso (n. 1931) y el chileno Enzo Faletto (1935-2003),
referentes de las teorías de la dependencia y el desarrollo (1971, pp. 22-25), explican cómo,
en aquel momento, las economías periféricas se vinculaban a las potencias capitalistas en
términos coloniales o en carácter de estados nacionales dependientes. Los países periféricos
quedaron ligados a un mercado mundial en el que se relacionaban economías que presentaban
distintos grados de diferenciación de sus sistemas productivos. No se trataba de una diferencia
de etapa, sino de una diferencia de posición y función dentro de una misma estructura de
producción y distribución que reposaba sobre una realidad de dominación de unos a otros.
Si bien hay diferencias muy marcadas entre los países periféricos entre sí, podemos
caracterizar a sus sistemas económicos como: ligados al sector agrícola-ganadero, con poco
desarrollo de las industrias manufactureras, alta concentración de la riqueza en pocas manos y
prioridad del mercado internacional por encima del interno. La economía de estos países
dependió de la producción de materias primas para la exportación sobre la base de la inversión
extranjera. Así se fue diseñando el perfil agroexportador en la mayoría de los países
periféricos que, al ser arrojados a un mercado mundial asimétrico y desigual, quedaron en
condiciones desfavorables de negociación. Los mayores beneficiarios de este intercambio eran
los países capitalistas centrales, fundamentalmente Inglaterra, y las oligarquías nativas
productoras de materias primas exportables. Los países coloniales o dependientes seguían en
el estancamiento y no se desarrollaban.
El modelo cientificista es un proyecto diseñado para sostener un sistema pedagógico centrado
en investigaciones básicas de relativa importancia que no contribuyera a industrializar a los
países periféricos y, en consecuencia, pudiera amenazar el perfil agro-exportador de los
mismos. En las universidades de estos países casi no se investigaban temas de ingeniería en
función de las necesidades industriales, sino que la agenda era fijada en función del mercado
internacional digitado por las grandes potencias.
Por otra parte, el modelo cientificista era elitista porque en aquella época tan solo una capa
minoritaria de la población, ligada a los sectores oligárquicos, podía acceder a la educación
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universitaria y, por ende, a la investigación científica. De tal modo, la ideología cientificista
encontraba eco en los claustros y era reproducida por estudiantes, profesores e
investigadores. Esto suponía una creencia en un progreso indefinido, un proceso ilimitado de
agregación de valor mediante las exportaciones.
El cientificismo se caracterizó por un optimismo epistemológico positivista, la fecundidad de las
investigaciones básicas contribuía a fomentar en el inconsciente colectivo la creencia en el
poder ilimitado de la ciencia que podría resolver todos los males sociales y cubrir todas las
necesidades económicas. Al mismo tiempo, reforzaba la imagen del científico como un hombre
perteneciente a cierta aristocracia intelectual. Una de las características de este modelo es la
creación de instituciones científicas, si bien financiadas por el Estado, administradas y dirigidas
por los propios científicos. El modelo cientificista es descentralizado: la ciencia es cosa de
científicos, a ellos les cabe decidir sobre la planificación de la política científica. El control
político de las instituciones por los propios científicos, garantizaba la reproducción permanente
del perfil de los proyectos de investigación. El referente más representativo del modelo
cientificista en nuestro país fue el doctor Bernardo Houssay (1887-1971), en su juventud. Años
más tarde, en otro contexto histórico, este investigador impulsó, desde la función pública,
políticas científico-tecnológicas superadoras de las de aquella etapa.
Podemos apreciar que la justificación teórica de estas políticas cientificistas reposaba en una
concepción filosófica positivista. Pero esta cuestión, no quedó reducida a un debate académico
dentro de los claustros universitarios, sino que tuvo profundas implicancias políticas. Si bien es
cierto que el desarrollo de políticas científico-tecnológicas cientificistas o no cientificistas ha
tenido en nuestros países periféricos mucho que ver con una opción ideológica por el
cientificismo filosófico o por su crítica, no debemos olvidar que como la política científico-
tecnológica no está desconectada de la política y de la economía nacional, regional, e
internacional, ha tenido también, una íntima relación con alineamientos dentro de estas áreas.
2.6.2. Fundamentos teóricos críticos a la política cientificista en América Latina
Desde principios de la década de los años 50 hasta principios de los años 70 del siglo XX,
comienza por primera vez en algunos países de América Latina una reflexión seria acerca del
papel de la ciencia y de la tecnología y sus vínculos con la economía y la sociedad.
Los participantes de este debate contaban con algunos datos de la realidad social e histórica
nacional e internacional que operaron como disparadores de las severas críticas al
cientificismo: por un lado, el fenómeno de la big science y el proyecto Manhattan que vinculó,
con coordinación estatal y en función de necesidades económicas y bélicas, la ciencia con la
tecnología; y por el otro, una vez derrumbado el proyecto agroexportador en nuestro país la
experiencia del despegue industrial y el desarrollo tecnológico impulsado por el Estado que
tuvo lugar entre 1943 y 1955, y su vinculación en algunos casos, o carencia de ella en otros
según las áreas, con los proyectos científicos.
Dicha corriente de pensamiento es conocida como Escuela Latinoamericana de Pensamiento en
Ciencia, Tecnología y Desarrollo, cuyos exponentes más notorios fueron los argentinos Jorge
Sábato, Amílcar Herrera, Oscar Varsavsky, Rolando García, el brasileño Helio Jaguaribe, el
uruguayo Máximo Halty y el peruano Francisco Sagasti, entre otros, que proponían un
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desarrollo tecnológico propio para la región recalcando la necesidad de vincular los proyectos
de investigación científica al aparato productivo. Estas reflexiones se realizaron al amparo de
las llamadas “teorías de la dependencia y el desarrollo” que, en síntesis, consideraban que los
países periféricos no estaban simplemente en una etapa de retraso evolutivo de su desarrollo
ni tampoco tenían auténticas posibilidades de estar en vías de desarrollo frente a los países
centrales desarrollados, sino que había una situación estructural de dependencia, iniciada en
el siglo XIX, que impedía su desarrollo.
Para estos pensadores, desarrollar una política científico-tecnológica superadora del
cientificismo para los países de América Latina suponía que la tecnología no está
predeterminada por la ciencia. El economista argentino contemporáneo Juan Carlos Del Bello,
experto en temas de investigación y desarrollo, y discípulo de aquellos pensadores, dice que si
la tecnología fuera simplemente la aplicación práctica con fines útiles de los principios de la
ciencia, nuestro país, que durante gran parte de su historia pasada tuvo mejores universidades
y mayor cantidad de científicos que Japón, debería tener mejor tecnología y un aparato
productivo más desarrollado que el del país oriental. La diferencia abismal en favor de Japón
nos muestra que la tecnología es mucho más que eso (1988, pp. 2-3). No basta con tener
buenos científicos y abundante producción en las investigaciones para lograr el desarrollo
tecnológico e industrial. No hay un pasaje lineal de la ciencia pura a la aplicada y de estas a la
tecnología y al sector industrial. Ciencia y tecnología interactúan entre sí y ambas con el
aparato productivo y los demás factores de poder político, económico y militar. La
investigación científica es condición necesaria pero no suficiente para el desarrollo. El
desarrollo no vendrá por añadidura a partir de un buen volumen de investigación científica
básica. De hecho, nuestro país constituye el mejor ejemplo histórico de lo que estamos
diciendo: hasta mediados del siglo XX, momento en que se derrumba el modelo agro-
exportador y el Estado toma la decisión política de industrializar el país, acompañada con
planes económicos adecuados, la Argentina no se había desarrollado tecnológicamente a pesar
de haber tenido muy buenas universidades y muy buenos hombres de ciencia.
Para los autores citados, la política científico-tecnológica nunca debe planificarse escindida de
la política social y económica de un país; la investigación científica nunca debe concebirse
como un fin en sí mismo sino que debe fijarse objetivos, entre los cuales uno de los más
importantes es el desarrollo tecnológico con el fin de solucionar los urgentes problemas
sociales y económicos que pudiera tener.
Oscar Varsavsky (1920-1976), matemático argentino, cuestiona duramente la existencia de
una supuesta libertad de investigación (1971, pp. 15-17). Denuncia que la carrera de
investigador es evaluada tomando en cuenta la cantidad de artículos publicados en revistas
especializadas editadas por fundaciones extranjeras financiadas por grandes monopolios
transnacionales. De este modo, aquellos científicos comprometidos con los grandes problemas
nacionales pero de escasa importancia para tales empresas, nunca son ascendidos en el
escalafón.
Otro de los aportes en esta fructífera etapa es el del investigador argentino en epistemología
genética Rolando García (1919-2012) que cuestiona la supuesta neutralidad, objetividad y
universalidad de la investigación científica (1972, pp. 23-25). Argumenta que no hay un
normal desarrollo de las investigaciones en una única dirección posible bajo la guía del
“método científico”. Ejemplifica García: “Si los chinos, que descubrieron el principio de inercia
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2000 años antes de Galileo, hubieran continuado desarrollando las ideas físicas que tenían en
la época en que el mundo occidental estaba dominado por Aristóteles, es muy posible que la
física actual fuera bien distinta”. Basta con una política de mayor asignación de recursos
presupuestarios para que una rama de la ciencia se desarrolle más en detrimento de otras,
como es el caso de la física nuclear contemporánea debido a razones militares.
Por aquellos años, Amílcar Herrera hace su propuesta de desarrollo autónomo de los países de
América Latina (1978, p. 1469). Entiende la noción de autonomía en relación con la decisión
política soberana de diseño de los proyectos científico-tecnológicos y no necesariamente de
utilización de recursos autóctonos. El objetivo prioritario es la satisfacción de las necesidades
básicas de la población con el propósito de erradicar la marginalidad social. Considera que el
desarrollo de la región debe reposar, en la medida de lo posible, en sus propios recursos y con
la participación comunitaria de sus propios habitantes. Entiende que las nuevas tecnologías no
deben cumplir una función desorganizadora del cuerpo social de modo que no sufra la agresión
de un cambio brusco de pautas culturales. Y propone que el desarrollo regional no se
desentienda de entablar una relación racional con el medio ambiente, aprovechando el
conocimiento empírico transmitido de generación en generación por los habitantes del
continente que han sabido servirse de la naturaleza armónica y equilibradamente.
Por supuesto, Herrera no ignora que para poder implementar un proyecto de tal naturaleza, los
gobiernos de los países latinoamericanos debían tener la decisión política de ponerlos en
práctica, que también hacían falta planes económicos que acompañaran tales desarrollos y,
además, que era fundamental lograr la integración regional de estas naciones.
2.6.3. La Investigación y Desarrollo (I+D) en el desarrollo social de América Latina
¿Cuál es el lugar de la ciencia y de la tecnología en el desarrollo social de América Latina? Esta
pregunta inaugura la propuesta de la denominada Escuela Latinoamericana de Pensamiento en
Ciencia, Tecnología y Desarrollo” acerca del papel de la I+D en el desarrollo de nuestras
naciones. ¿En qué consistía concretamente este pensamiento? Ante todo, como punto
principal, planteaba la necesidad y la obligación de que los países de América Latina
participaran activamente en el desarrollo científico y tecnológico mundial.
Para analizar la trama de este pensamiento latinoamericano en ciencia y tecnología,
recurriremos al documento “La ciencia y la tecnología en el desarrollo futuro de América
Latina” de los argentinos Jorge Sábato y Natalio Botana que recibió el reconocimiento unánime
en la Conferencia de la Cumbre de las Américas, celebrada en Punta del Este, Uruguay, en
Abril de 1967. Al momento de presentar este trabajo, Sábato (1938-1995) se desempeñaba
como gerente de la Comisión Nacional de Energía Atómica Argentina y Botana (n. 1937) era
investigador del Instituto para la Integración de América Latina.
Este documento hace referencia a políticas científico-tecnológicas de profundas raíces sociales
e históricas. En dicho texto, Sábato caracterizaba a la investigación científico-tecnológica como
una poderosa herramienta de transformación social y advertía que la nación que descartara
esa tarea corría el riesgo de quedar marginada de la historia. Así pues, desde la perspectiva de
Sábato, la ciencia y la técnica son dinámicas integrantes de la trama misma del desarrollo; son
efecto pero también causa, lo impulsan pero también se retroalimentan de él. Según este
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autor: “El adelanto de los conocimientos científicos y tecnológicos está transformando la
estructura económica y social de muchas naciones: La ciencia y la tecnología ofrecen infinitas
posibilidades como medios al servicio del bienestar a que aspiran los pueblos. Pero en los
países latinoamericanos este acervo del mundo moderno y su potencialidad distan mucho de
alcanzar el desarrollo y el nivel requeridos. La ciencia y la tecnología son instrumentos de
progreso para la América Latina y necesitan un impulso sin precedentes en esta hora.”
(Sábato, 1975). Consideraba que para desarrollar este primer punto era necesario un
diagnóstico del sector científico y tecnológico y, sobre la base de dicha situación, planteaba los
argumentos que sostenían la tesis de que en nuestros países debíamos realizar investigación
científico-tecnológica en forma seria, sostenida y permanente.
Resumiendo, estos argumentos serían los siguientes:
Para importar tecnologías es necesario que el país receptor tenga una estructura
científico-tecnológica sólida, una estructura que es institucional y que, además, debe
mantenerse y progresar a través de la investigación propia.
La utilización inteligente de los recursos naturales, la mano de obra, las materias
primas, el capital y las economías de escala, requieren, sin duda, de investigaciones
científicas que se ajustarán a las necesidades de cada país.
Transformar las economías de la región, para industrializar y exportar productos
manufacturados, depende casi exclusivamente de un alto grado de desarrollo del
potencial científico y tecnológico.
La ciencia y la tecnología son promotoras del cambio social.
Luego de analizar algunos de los elementos más relevantes de la situación que se daba en
América Latina y en el mundo en la década de 1960, Sábato hace una prospectiva estratégica
del sector para el año 2000: “Si analizamos el problema, no sólo en función de las necesidades
presentes, sino en la perspectiva de un orden mundial para el año 2000, la necesidad de un
vigoroso desarrollo científico-tecnológico en América Latina, resulta aún más imperiosa. En
efecto, la tesis más importante, es que uno de los factores decisivos que podrá conducir a la
realización de un nuevo tipo de orden mundial en el año 2000, es la voluntad de las naciones
latinoamericanas de lograr una plena participación, como sujetos activos, en el desarrollo
social, político y cultural del mundo del futuro. Se trata, pues, de promover nuevas relaciones
de igualdad entre las naciones y las regiones, de modo tal que el desarrollo de los países
marginados permita una redefinición de la actual distribución del poder, el bienestar y el
prestigio en el seno de la comunidad internacional. Aplicando esta ideas al campo de la ciencia
y la tecnología resulta entonces que América Latina, con escasa intervención en el pasado y en
el presente en el desarrollo científico y tecnológico, deberá cambiar su papel pasivo de
espectador por el activo de protagonista procurando conquistar la máxima participación. En
esta perspectiva, es imperativo que las naciones latinoamericanas realicen un supremo
esfuerzo en ciencia y tecnología, apoyadas por la asistencia de aquellos países que comparten
esta idea del orden mundial en los próximos treinta años. La conclusión anterior es que
debemos invertir en el desarrollo científico y tecnológico” (1975).
Sábato sostenía que para lograr estos objetivos, era necesario pensar que la investigación
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científica jamás se detiene, y que también era preciso recordar que jamás se detendría. El
concebía que no había un “último” acto en este proceso y que siempre se podía llegar a tiempo
porque, en cierta medida, todo estaba siempre comenzando y todo le pertenecía al mismo.
Decía que, al igual que el propuesto por Einstein, el universo de la investigación era finito pero
sin límites.
También por aquellos años, este autor planteaba la inserción de la ciencia y de la tecnología en
la trama del desarrollo latinoamericano como un proceso político que, según él, estaba
constituido por la acción múltiple y coordinada de tres elementos fundamentales para el
desarrollo de las sociedades contemporáneas:
el gobierno,
la estructura productiva y
la infraestructura científico-tecnológica.
Sábato nos proponía imaginar que entre estos tres elementos se establece un sistema de
relaciones que se representa por la figura geométrica de un triángulo, en donde cada uno de
estos elementos ocuparía sus vértices respectivos.
Sábato extrae de la experiencia histórica esta imagen tan sencilla de las relaciones entre el
poder político del Estado, el aparato productivo y la comunidad de hombres y mujeres que
desarrollan I+D. Este modelo del triángulo aseguraría la capacidad racional de un país para
innovar dónde se debe y cómo se debe, y, de este modo, alcanzar los objetivos estratégicos
propuestos.
Mario Albornoz, científico e investigador argentino contemporáneo, y otros autores hacen una
descripción somera de este modelo triangular de Sábato:
el vértice de la ciencia y la tecnología está constituido por el complejo científico-
tecnológico, con sus instituciones, sistema educativo, centros de investigación, sistema
de planificación y promoción de la actividad científica, las regulaciones jurídico-
administrativas y las partidas presupuestarias para el financiamiento del sector;
el vértice de la estructura productiva es el conjunto de sectores productivos de bienes y
servicios que demanda cada sociedad;
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el vértice del gobierno, está definido como el conjunto de roles institucionales que
tienen como objetivo formular políticas y movilizar recursos de y hacia los otros vértices
a través de los procesos legislativos y administrativos (1993).
El propio Sábato se encarga de hacernos notar que este modelo está planteado en términos
funcionales de los actores participantes y de las relaciones entre ellos: una empresa estatal no
formaría parte del vértice gobierno ni tampoco un laboratorio de una universidad, a pesar de
ser instituciones del Estado, sino que la primera integraría el vértice aparato productivo y el
segundo, el vértice estructura de I+D. Dentro de esta estructura, el gobierno cumple un rol
promotor, tiene la tarea de diseñar e implementar las políticas en ciencia y tecnología, y para
ello debe tomar una serie de decisiones políticas, asignar recursos y programar actividades; el
sistema de I+D, tiene el papel de generación de conocimientos y tecnologías, por eso los
sujetos que lo forman deben tener capacidad creativa que es una cualidad que ha de poseer
todo investigador científico; y el sector productivo se encarga de incorporar y utilizar esos
conocimientos científicos y esa tecnología con el propósito de incrementar la capacidad
empresarial pública y privada. No podemos dejar de hacer referencia a que Sábato, siguiendo
el desarrollo teórico formulado por el economista austro-estadounidense Joseph Schumpeter
(1883-1950), define esto último como aquella función que consiste en reformar o revolucionar
el sistema de producción, explotando un invento, o una posibilidad técnica no experimentada,
para producir una mercancía nueva o una mercancía antigua por un método nuevo para abrir
una nueva fuente de provisión de materias primas o una nueva salida para los productos con
el fin de reorganizar una industria (1963).
Para Sábato, debe haber un flujo de interrelaciones entre los tres vértices del modelo
triangular, proceso que implica demandas y acciones en todos los sentidos. Al momento en
que Sábato propone este modelo, no solo el mismo no existía en ningún país de la región sino
que tampoco se reconocía la necesidad imperiosa de crearlo o adaptarlo. A partir de su
propuesta, paulatinamente se fueron incluyendo estos temas en la agenda política de algunos
países de América Latina. Al respecto dice el investigador español contemporáneo Jesús
Sebastián Díez Rodríguez: “El diseño de políticas científicas y tecnológicas, en el planteo de
Sábato, está vigente, respecto a que las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad, están
caracterizadas por la bidireccionalidad y la interacción. La ciencia y la técnica son dinámicas
integrantes de la trama misma del desarrollo, son efecto pero también causa, lo impulsan pero
también se realimentan de él. En definitiva, desde el punto de vista de la política científica y
tecnológica se tendrían que considerar las peculiaridades de cada uno de los países y regiones
a la hora de diseñar estas políticas para no llevarse por el mimetismo” (Díez Rodríguez, 1994).
3. Ciencia, tecnología e innovación productiva
3.1. El modelo lineal y el modelo interactivo de innovación
Con el concepto de innovación, tradicionalmente, se designa a la incorporación del
conocimiento, propio o ajeno, científico o no, con el objeto de generar un proceso productivo.
Es una noción distinta a la de investigación: el conocimiento transferido puede ser el resultado
de la investigación científica pero puede resultar también de una conexión aleatoria de
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fenómenos dispersos. En el proceso de innovación productiva, intervienen una cantidad de
factores (económico-financieros, socio-culturales, ético-políticos, etc.) de naturaleza distinta e
interrelaciones muy complejas.
Hacia fines de los años 60 del siglo XX, entraba en crisis el modelo lineal de innovación, no
solo en los países periféricos sino también en los propios países centrales. Según este modelo,
el cambio tecnológico se concibe como un proceso unidireccional que va desde la investigación
científica básica, a las aplicaciones prácticas, a la generación de nuevos productos y, por
último, a la comercialización de los mismos. Este modelo entiende a la innovación como
ciencia aplicada, y simplifica al máximo el proceso de su difusión en la sociedad. Este modelo
supone que existen una serie de pasos que deben cumplirse necesariamente para que se
pueda hablar de una innovación. La ciencia básica no solo es el punto de partida, sino que es
su sustento principal a partir del cual se desarrolla una secuencia encadenada de pasos que,
luego de la investigación, pasarían por la producción y, finalmente, por la comercialización.
Esto supone el esquema lineal de: ciencia – tecnología – sociedad y la caracterización de
que:
la actividad científica es fuente impulsora de innovación,
la tecnología es entendida solamente como ciencia aplicada y, por último,
la sociedad sería la encargada de la difusión masiva del producto en el mercado.
El modelo lineal tiene connotaciones corporativas porque si la ciencia es la actividad motora
del proceso de innovación, sus hombres y sus instituciones serán los beneficiarios de los
fondos presupuestarios otorgados por los gobiernos o por empresas privadas. Además,
refuerza el mito de la ciencia como una actividad pura e independiente de intereses ajenos al
propio conocimiento.
Andrés López, investigador argentino de la economía de la innovación, comentando las críticas
de los economistas estadounidenses Stephen J. Kline y Nathan Rosenberg al modelo lineal,
puntualiza los siguientes aspectos:
i) no necesariamente la ciencia precede a la tecnología; muchas veces la relación es la
inversa;
ii) el elemento “iniciador” de las actividades innovativas no se vincula con la ciencia, sino
con el diseño necesario para el desarrollo y fabricación de nuevos productos y procesos;
iii) la “ciencia pura” no es algo exógeno a la economía;
iv) los procesos innovativos no consisten en etapas claramente separables o en una
sucesión de actos bien definidos, sino en procesos continuos;
v) durante su “ciclo vital”, los inventos experimentan cambios debidos al aprendizaje y a
la interacción entre usuarios y proveedores, de los cuales pueden surgir aumentos de
productividad y bajas de precios muy significativas; una innovación solo adquiere
significación a través de un proceso de rediseño, modificación y mejoras que se
desarrollan continuamente a partir de su introducción en el mercado. (1998, p. 4).
El modelo lineal solo es válido para un mínimo porcentaje de las innovaciones y encubre las
singularidades propias de cada caso, además de considerar solamente a una de las
posibilidades en que puede darse este proceso como la más viable.
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El predominio de la ciencia señala también el de las actividades formales sobre las informales,
del conocimiento reglado sobre el tácito, negando las posibles fuentes de innovación que se
generan en las actividades informales, del aprendizaje, del uso, y de los procesos productivos,
entre otros factores que están en juego.
El descubrimiento científico no es el único motor de la innovación, esta también puede
generarse a partir de la combinación de múltiples formas de conocimientos existentes. Este
modelo niega las numerosas retroalimentaciones y solapamientos que se producen en estos
procesos entre las distintas instancias, y con las distintas áreas sociales que forman parte de
ellos.
Como contraposición al modelo lineal, se desarrolló un modelo más representativo de la
concepción interactiva del proceso de innovación. Este modelo propuesto por Kline y
Rosenberg denominado “modelo de enlaces en cadena” (chain-linked) o “modelo interactivo
del proceso de innovación” es presentado por un documento de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 1996, pp. 133-134). En el mismo se destaca su
marcado interés por las continuas interacciones y retroalimentaciones entre las distintas
etapas y actividades que están involucradas. Las relaciones entre ciencia y tecnología son de
“ida y vuelta”, con mutuas interacciones en cada etapa del proceso global. Ningún circuito del
proceso ni ninguna fase del mismo están desconectados del resto.
Este modelo ya no pone el acento en la ciencia básica desarrollada en las universidades o en
los laboratorios privados como generadora inicial de la innovación. El modelo interactivo
enfatiza en el rol de la empresa como motor de la innovación, prestando también atención a
las actividades informales, como fuentes de conocimiento y generadoras de nuevos procesos.
Aprender haciendo, aprender usando, aprender a aprender, serán nuevas prácticas que
comenzarán a explorarse como legítimas fuentes de conocimiento e importante capital con el
que cuenta la empresa. La innovación comienza a desprenderse de la visión que la
caracterizaba como acto individual, y comienza a ser vista como sistema, como acopio de
muchas innovaciones relacionadas entre sí. El conocimiento tácito es un tipo de conocimiento
que se desprende de la experiencia, y que se relaciona más con la práctica, que con la teoría,
con la experiencia más que con la abstracción. Se vincula más con la acción que con el
pensamiento, su epicentro está más en la invención creativa que en la investigación básica, y
con los actores de esta instancia.
El origen de la innovación, desde este punto de vista, no se concibe como un descubrimiento
científico ajeno a la economía, por el contrario se comprende que la ciencia está orientada a
intereses de carácter socio-económico. No solo la ciencia será generadora de la innovación,
sino además, otras formas diversas de conocimientos tanto o más importantes que ella.
3.2. Concepción de un Sistema Nacional de Innovación
Como hemos visto, los estudios realizados en el último cuarto del siglo XX sobre los procesos
de innovación terminaron caracterizando a dicho proceso como interactivo y sistémico. A
partir de ese momento, primero en los países centrales y luego en los periféricos, se centró la
atención en el sistema de instituciones (empresas, gobierno, universidades, centros privados
de investigación), agentes y relaciones, que constituían el soporte estructural del proceso de
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innovación de cada país en particular. Desde este punto de vista, se concibió que los cambios
tecnológicos dependían, por un lado, de los cambios sociales y, por el otro, de la sensibilidad
que los sistemas institucionales tuvieran frente a esos cambios. La teoría de los Sistemas de
innovación se desarrolla tomando en cuenta una representación y concepción de la realidad
social y de la práctica innovativa de esos países. A partir de la misma se pueden construir
modelos que permiten analizar, comparar y replicar diferentes prácticas de innovación, tanto
en un área de la industria como en una nación o a nivel regional.
La teoría de los Sistemas de innovación sirve para realizar diagnósticos y comparaciones entre
distintos países, y para diseñar y planificar políticas públicas en ciencia, tecnología e
innovación productiva. Pero no es de esperar que las instituciones, los actores, las relaciones
y las interacciones funcionen de un modo ideal, de manera que este enfoque sirve y es
utilizado, con sus limitaciones, como un referente a seguir, lo que no implica necesariamente
copiar todos los rasgos que caracterizan a los sistemas en funcionamiento que se consideran
exitosos.
Luego del tratamiento de las cuestiones anteriores, estamos en condiciones de comprender por
qué nuestro país y la mayoría de los países latinoamericanos han modificado la estructura de
sus sistemas nacionales de investigación científica por la de sistemas nacionales de
investigación e innovación productiva.
En el mundo de hoy, el desarrollo económico depende, en alto grado, de la presencia de los
Estados en la planificación de políticas públicas adecuadas y de la alta competitividad de las
empresas. El vertiginoso incremento de las nuevas tecnologías, en especial las de la
información y la comunicación, han producido, en los últimos años, un gran impacto en toda la
economía por los cambios operados en los productos y servicios. Esto está íntimamente
relacionado con la capacidad de innovación, no solo de las empresas sino del sistema total de
organización social y económica, incluyendo, especialmente, al ámbito pedagógico, en general,
y al de capacitación técnica, en particular. La capacidad productiva de un país hoy no depende
tanto de la inversión estatal y privada en investigación científica básica, sino de la
administración de los recursos universitarios e industriales dentro de un modelo global de
investigación e innovación cuya implementación sea viable.
3.2.1. El Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva en la
Argentina actual
En la Argentina, la investigación científica y tecnológica es llevada a cabo principalmente por
en entidades públicas, entre las cuales se destacan las unidades de I+D del sistema
universitario y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Si bien la participación del sector empresarial en la inversión en ciencia y tecnología no alcanza
las dimensiones observadas en otros países, como en los de la Unión Europea y en los Estados
Unidos, en los últimos años se han multiplicado las vinculaciones entre la industria y los
centros de I+D.
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3.2.1.1. Estructura institucional y marco legal
El sector científico-tecnológico es el ámbito compuesto por instituciones, recursos humanos,
equipos, instrumental científico, a través de los cuales se genera y circula el conocimiento
científico y la tecnología.
En este marco, la generación y producción de conocimiento implica la ejecución de diversas
actividades que comprenden tanto la realización de investigación y desarrollo, formación de
recursos humanos, difusión de conocimiento, innovación tecnológica, servicios y transferencias
de ciencia y de tecnología, etc. Por eso, la medición de estas actividades y de los recursos
necesarios para realizarlas, requiere la generación de información que debe ser
convenientemente organizada y compatibilizada.
En el año 2007, se constituye el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva
(MINCyT) sobre la base de la Secretaría de Ciencia y Tecnología (SECyT) que, hasta ese
entonces, pertenecía al ámbito del Ministerio de Educación.
Actualmente, las competencias del Estado en materia de ciencia y de tecnología se localizan en
los niveles federal y provinciales.
El gobierno nacional concentra los principales organismos políticos estratégicos, entre ellos la
Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, en jurisdicción del ministerio del
mismo nombre. Y en el Congreso de la Nación, la Cámara de Senadores y la Cámara de
Diputados cuentan con comisiones de ciencia y tecnología cuya función es evaluar el
desenvolvimiento del sector y promover las medidas legislativas adecuadas para su desarrollo.
En el nivel provincial, algunos gobiernos tienen organismos específicos responsables de la
promoción y coordinación de las actividades científico-tecnológicas.
Nuestro país cuenta con distintas normas que permiten organizar el sistema de ciencia,
tecnología e innovación, entre ellas, la ley 25.467 del año 2001 que tiene por objeto
estructurar, impulsar y promover las actividades del área, a fin de incrementar el patrimonio
cultural, educativo, social y económico de la Nación, propendiendo al bien común, al
fortalecimiento de la identidad nacional, a la generación de trabajo y a la sustentabilidad del
medio ambiente. Esta ley también establece los objetivos de la política científica y tecnológica,
la estructura del sistema y las disposiciones presupuestarias para la financiación de actividades
de I+D.
Los principales organismos autárquicos del sector público fueron creados y organizados
mediante decretos del gobierno nacional, como en el caso de la Comisión Nacional de Energía
Atómica (CNEA), constituida en 1950, y el CONICET, establecido en 1958.
En nuestro país la actividad nuclear se encuentra regulada por el Estado, correspondiendo al
mismo fijar la política, los criterios de regulación y ejercer las funciones de investigación y
desarrollo en este campo. Podemos citar otros ejemplos de legislación en el área científico-
tecnológica como el régimen de propiedad intelectual, las normativas sobre patentes de
invención y modelos de utilidad, y la legislación sobre bioseguridad.
Gustavo Lugones, investigador y economista argentino contemporáneo, y otros autores
señalan que hasta 1950, fecha en que comenzó a desarrollarse el complejo científico-
tecnológico argentino, las actividades investigativas se hallaban concentradas en las
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universidades públicas. Pero a partir de aquellos años, la participación del Estado en el área
fue extendiéndose mediante la creación de algunos organismos que darían lugar a las grandes
instituciones del sistema actual. Estos estudiosos del tema caracterizan históricamente a
nuestro complejo científico-tecnológico como de un bajo nivel de articulación, con una reducida
disponibilidad de recursos y una fuerte concentración geográfica y temática. Pero, sin
embargo, destacan la trayectoria de sus instituciones, con recursos humanos altamente
calificados y grupos de investigación de excelencia (2007).
3.2.1.2. Funcionamiento del complejo científico-tecnológico argentino
Podemos dividir al sistema argentino de ciencia, tecnología e innovación en tres niveles, que se
diferencian por los objetivos y las instituciones que los desarrollan a través de sus actividades.
Sin embargo, en la práctica, esta caracterización de tres niveles no siempre es tan clara
porque algunas instituciones actúan en más de un nivel funcional; esto indica un alto grado de
complejidad del sistema.
I. El primer nivel funcional formula las políticas científicas y tecnológicas. Una de las
instituciones que desarrolla estos objetivos es el Gabinete Científico-Tecnológico
(GACTEC), creado en 1996, como instancia coordinadora de los esfuerzos nacionales
que los distintos Ministerios realizan en ciencia y tecnología. Define las prioridades en
investigación y la asignación de recursos presupuestarios para contribuir al
crecimiento económico, al bienestar de la población, al mejoramiento de la educación
y la salud pública, la protección del medio ambiente y la defensa nacional. También
en este primer nivel se encuentra el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación
Productiva (MINCyT) que establece políticas y coordina acciones orientadas a
fortalecer la capacidad del país para dar respuestas a problemas sectoriales y sociales
prioritarios, así como a contribuir a incrementar la competitividad del sector
productivo sobre la base de nuevos patrones de producción de bienes y servicios con
mayor densidad tecnológica.
II. El segundo nivel funcional es de promoción de iniciativas y se encuentra en el Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), que es una institución
descentralizada y autárquica en jurisdicción del MINCyT. Fue creado en 1958,
respondiendo a la necesidad de estructurar un organismo académico que promoviera
la investigación en nuestro país. Su primer presidente fue Bernardo Houssay, premio
Nobel de medicina en 1947, quien le infundió a la institución una visión estratégica
expresada en claros conceptos organizativos que mantuvo a lo largo de más de una
década de conducción. Esta institución fue creada como un organismo autárquico
bajo la dependencia de la Presidencia de la Nación, y se lo dotó de una amplia gama
de instrumentos que se juzgaban adecuados para elevar el nivel de la ciencia y de la
tecnología en la Argentina al promediar el siglo XX, y que aún hoy constituyen el eje
de sus acciones: la carrera de investigador científico y tecnológico, la del personal de
apoyo a la investigación, el otorgamiento de becas para estudios doctorales y
posdoctorales, el financiamiento de proyectos y de unidades ejecutoras de
investigación y el establecimiento de vínculos con organismos internacionales
gubernamentales y no gubernamentales de similares características. Sus acciones se
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llevan a cabo en institutos, laboratorios y centros de investigación propios y, con el
apoyo infraestructural de este tipo de dependencias, en universidades e instituciones
tanto públicas como privadas. El CONICET promueve la investigación científico-
tecnológica en cuatro grandes áreas: agraria, ingeniería y de materiales; biológica y
de la salud; ciencias exactas y naturales; y ciencias sociales y humanidades. Muchos
organismos ya existían cuando se formó el MINCyT y no se ajustan completamente a
los niveles funcionales del sistema actual, de modo tal que el CONICET no sólo actúa
en la promoción de política científico-tecnológica sino también en su ejecución. Por
eso, podemos ubicar su accionar también en el tercer nivel.
III. El tercer nivel funcional es el de ejecución de proyectos y programas científicos y
tecnológicos. Participan de este nivel gran cantidad de instituciones autárquicas del
ámbito público que dependen de otros ministerios y que también actúan en el primer
nivel formulando políticas en ciencia y tecnología. Entre ellas se destacan:
- Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), creada en 1950 como una
entidad autárquica dependiente de la Secretaría de Energía del Ministerio de
Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios. La CNEA realiza
actividades de investigación, desarrollo y servicios en las aplicaciones pacíficas
de la energía nuclear y lleva a cabo tareas para mejorar la calidad de vida en
beneficio de la comunidad en las áreas de energía, salud, industria,
agricultura, ganadería y medio ambiente.
- Instituto Nacional de Tecnología Agrícola (INTA), creado en 1956 como entidad
autárquica de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos que,
desde octubre de 2009, fue elevada al rango de Ministerio de Agricultura,
Ganadería y Pesca. El objetivo central del INTA es contribuir a la
competitividad del sector agropecuario, forestal y agroindustrial en todo el
territorio nacional en un marco de sustentabilidad ecológica y social.
- Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), creado en 1957 como entidad
autárquica dependiente de la Secretaría de Industria, Comercio y de la
Pequeña y Mediana Empresa, actualmente en la órbita del Ministerio de
Industria y Turismo. El INTI es el referente nacional en tecnología para la
industria y líder en mediciones y ensayos con reconocimiento internacional. Su
función principal se centra en la mejora de la competitividad industrial,
contribuyendo al desarrollo y la transferencia de tecnología, desde el diseño
hasta el producto final con el fin de fortalecer los eslabones nacionales de las
cadenas de valor.
- Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), creada en 1991 como un
ente civil, actualmente dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores,
Comercio Internacional y Culto. Su misión es entender, diseñar, ejecutar,
controlar, gestionar y administrar proyectos, actividades y emprendimientos
en materia espacial en todo el ámbito de nuestro país. Estas actividades
responden al Plan Espacial Nacional, cuyos objetivos principales son la
generación de conocimiento de avanzada y el desarrollo de aplicaciones
innovativas de la información espacial, así como también la formación de
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recursos humanos de excelencia, enfocados al soporte y desarrollos de los
ciclos de información espacial.
También en el tercer nivel funcional, dependiendo del Ministerio de Educación,
también se encuentra el:
- Sistema Universitario Argentino que se compone de: 47 universidades
nacionales, 46 universidades privadas, 7 institutos universitarios estatales, 12
institutos universitarios privados, una universidad provincial (Entre Ríos), una
universidad extranjera (Bologna, Italia) y la Facultad Latinoamericana de
Ciencias Sociales (FLACSO). La investigación que desarrollan estas
instituciones se lleva a cabo, principalmente, en centros, institutos, cátedras y
laboratorios pertenecientes a las universidades públicas nacionales. La
autonomía universitaria permite que la agenda de investigación de estas
instituciones sea decisión propia pero, dado que los recursos presupuestarios
recibidos del Tesoro Nacional se destinan, casi en su totalidad, a la
remuneración del personal docente y no docente, la mayor parte de la
investigación se realiza con recursos provenientes de programas nacionales e
internacionales de fomento a las actividades de ciencia y tecnología. De este
modo, la investigación en las universidades se encuentra indisolublemente
ligada a la política nacional en ciencia, tecnología e innovación productiva. Así
pues, en 1994 se creó el Programa de Incentivos para los docentes-
investigadores de las universidades nacionales con el propósito de fomentar el
desarrollo integrado de la carrera académica, complementando la docencia
con la investigación (Lugones y otros, 2007).
Finalmente, podemos hacer referencia a otros agentes de este tercer nivel funcional como son
las empresas públicas y privadas. Sin embargo, es necesario destacar que la Argentina no
tiene una estructura productiva de alta complejidad tecnológica y, en consecuencia,
relativamente demandante de conocimiento. El sistema nacional de innovación atraviesa
diversos problemas asociados a los recursos que involucra, al establecimiento de objetivos y a
la coordinación y articulación de políticas e instrumentos entre las distintas instituciones y
organismos que componen dicho sistema.
3.3. La inversión presupuestaria en Investigación y Desarrollo (I+D)
Con respecto al tema de la relación entre la producción científico-tecnológica y la asignación de
recursos presupuestarios, dice Albornoz: “El desarrollo de la bomba atómica, como así también
el de la computadora, el radar y los restantes logros de la ciencia y la tecnología aplicadas a la
guerra fue el resultado, no solamente del talento científico, sino de la conformación de
organizaciones caras y complejas. La expresión big science hace referencia al tránsito desde
una ciencia practicada a una escala casi individual o artesanal, a emprendimientos científicos
que comenzaron a requerir enormes inversiones que generalmente están sólo al alcance de los
gobiernos” (2007). Y con respecto a la relación entre política científico-tecnológica e inversión,
este autor señala que la planificación de las actividades científicas y tecnológicas introdujo en
el debate público problemas como la medición del grado de apoyo que reciben en términos del
porcentaje del Producto Bruto Interno (PBI) destinado a I+D (2007).
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El presupuesto nacional es el dinero con el que cuenta cada país para disponer de él durante
un período anual. En el más alto cuerpo legislativo de cada país se trata este tema para decidir
qué porcentaje se destina a educación, salud, seguridad, ciencia y tecnología, obras públicas y
demás áreas para que un país esté en funcionamiento. De este modo, el porcentaje asignado a
cada sector está indicando cuál es la importancia y la prioridad del mismo en la agenda política
de los gobiernos. Así pues, el porcentaje del PBI que se destina al área de la ciencia y la
tecnología por parte de un gobierno está indisolublemente ligado al diseño de sus políticas
nacionales en I+D, como así también, las de cooperación regional e internacional.
En América Latina y en el Caribe, se observa un crecimiento en la inversión en I+D a partir de
mediados de los años 90, pero dicho crecimiento no fue sostenido sino que experimentó
fluctuaciones debido, en gran parte, a los desequilibrios económicos y financieros que se
produjeron en los tres países más grandes de la región – México, Brasil y Argentina –, los
cuales no solo han tenido que afrontar las crisis exógenas, sino también, endógenas, con
devastadoras consecuencias para sus economías.
En la Argentina, en particular, los cambios que se fueron dando, son significativos: a mediados
de los años 90 del siglo pasado, la inversión representaba el 0,42% del PBI; en 1999 se llega
a una inversión del 0,45%; entre los años 2000 y 2002, a raíz de la crisis económica y social
que atravesó el país, hubo una fuerte disminución en la inversión en I+D y el porcentaje tan
solo alcanzó un 0,39%; en los años siguientes, debido a la recuperación de la economía
nacional, hubo un paulatino crecimiento de la inversión en I+D, alcanzando el 0,51% en el año
2007. En el año 2012, esta cifra se encuentra alrededor del 0,62% y tiene como meta alcanzar
el 1%.
Hay que tener en cuenta que los indicadores en ciencia y en tecnología de cada país y de cada
región, deben ser comparados entre sí. Mientras que en los países de América Latina y el
Caribe, se destina menos del 1% del PBI a la ciencia y a la tecnología, en Europa y en los
EE.UU. se supera ese porcentaje. En la asignación presupuestaria en función de estos índices,
se toman en cuenta estudios prospectivos. Por ejemplo, la Unión Europea y los Estados
Unidos, antes de las crisis financieras de fines de los años 90 y principio de los años 2000, se
habían fijado como objetivo prioritario de sus políticas de innovación llegar a un nivel del 3%
del PBI para su inversión en I+D para el año 2020. Pero, debido a los cimbronazos de tales
crisis, tanto los países europeos en su conjunto, como los EE.UU., debieron, por ejemplo,
suspender y postergar sus mega-emprendimientos de construcción de reacciones nucleares de
última generación. Algo similar ocurrió en Japón, que en 1970, en función de un estudio
prospectivo de largo alcance, diseñó un plan de inversión en I+D hasta el año 2000. Pero la
crisis del petróleo del año 1973 obligó al país oriental a reformular todas sus políticas de
inversión de largo alcance.
Desde aproximadamente la segunda mitad del siglo XX, uno de los elementos básicos de la
política científico-tecnológica de cada país es la asignación de recursos para los proyectos de
I+D, surgiendo la cuestión de quién o quiénes deben marcar las finalidades y objetivos de
estos proyectos. Debido al alto grado de profesionalización de las actividades investigativas
contemporáneas y los cuantiosos gastos que originan, esto se constituye en un punto de
debate de primer orden. Los distintos grupos de presión y los gobernantes influyen en la
configuración de la ciencia y de la tecnología que se hace en un país en una época
determinada, apoyando ciertas investigaciones y marginando otras, en función de intereses
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sectoriales (Acevedo Díaz, 1991).
3.4. El sistema educativo y la evolución de la Investigación y Desarrollo
Los datos expuestos anteriormente ofrecen un panorama de la evolución de la actividad
científica y tecnológica en América Latina y en el Caribe. Para la región debe ser una prioridad
estratégica seguir fortaleciendo su capacidad en estas áreas como herramientas para el
desarrollo. Los valores del 1% del PBI como inversión en I+D y de tres investigadores cada mil
integrantes de la población económicamente activa (PEA), son las metas recomendadas
internacionalmente como requisitos para lograr un desarrollo científico-tecnológico sostenible
en los denominados países emergentes. Si bien, en la última década, muchos de estos países
han logrado significativos avances hacia esas metas, aún la mayoría de ellos está muy lejos de
los valores deseados. Las fluctuaciones económicas que afectaron a la región en más de una
oportunidad tuvieron una influencia negativa en los niveles de inversión en I+D.
A ello se agrega que, en muchos de estos países, parece no existir una política sostenida que
garantice la continuidad de las investigaciones a pesar de los vaivenes de la economía. Es
necesario que los Estados lleven a la práctica políticas de mediano y largo plazo, tomando
conciencia de que el avance de la ciencia y de la tecnología es una herramienta fundamental
para el desarrollo y, si bien no puede impedir las crisis económicas internacionales que
repercuten negativamente en la región, al menos pueden contribuir eficazmente a superarlas.
Sin embargo, el aumento de la inversión en I+D es una condición necesaria pero no suficiente
para la consolidación de la capacidad científico-tecnológica de los países de América Latina. La
disponibilidad de un número suficiente de científicos, tecnólogos y otros profesionales
altamente calificados se nos presenta también como un desafío crítico. Es necesario, entonces,
que las políticas gubernamentales consideren como una de sus dimensiones fundamentales el
fortalecimiento de la educación superior, de grado y de posgrado, con un adecuado nivel de
excelencia. En ese sentido, es importante considerar los procesos de migración de
investigadores, popularmente denominados “fuga de cerebros”, que han afectado en grado
sumo al plantel de recursos humanos de estos países, especialmente durante el último cuarto
de siglo XX, y, en muchos casos, los siguen afectando aún. Una opción deseable, que ya están
poniendo en práctica algunos países como la Argentina, Brasil y Venezuela, sería la
repatriación de los que deseen reinsertarse en los sistemas científicos y tecnológicos
nacionales, mediante el ofrecimiento de incentivos y condiciones dignas de trabajo similares a
los que gozan en los países hacia los cuales han migrado. También es importante el diseño de
proyectos conjuntos que fortalezcan los vínculos entre los investigadores locales y aquellos que
han migrado y no desean retornar. Pero mucho más importante aún es, para frenar este flujo
migratorio, la creación de más oportunidades de inserción para los recién graduados.
En los últimos diez años, se observa un crecimiento, no solo en la cantidad sino en la calidad
de la investigación regional, que logra insertarse en las redes internacionales de producción de
conocimiento, a pesar de todas sus limitaciones. Sin embargo, no siempre estos indicadores
expresan una articulación entre esa producción y las demandas sociales y económicas de los
países. Parece existir un “cuello de botella” en la aplicación de los conocimientos, sumado
también a que la innovación todavía es débil en gran parte de las empresas latinoamericanas.
Documento de Cátedra: Ciencia, Tecnología y Sociedad – IPC – UBA XXI
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La superación de estos problemas recurrentes requiere de políticas de mediano y de largo
plazo tendientes a integrar el sistema educativo con el de producción y aplicación del
conocimiento, de modo tal, que se garantice la continuidad de los esfuerzos y un mayor
involucramiento de todos los sectores. No solo el Estado sino la sociedad en su conjunto, ha de
contribuir a impulsar este proceso en un escenario con pluralidad de actores y múltiples
relaciones. Esto incluye necesariamente una opinión pública informada, tanto de la
potencialidad del conocimiento científico y tecnológico, como de sus riesgos. También la
integración regional y la cooperación en los esfuerzos surge como un desafío ineludible.
Para profundizar en estas cuestiones, necesariamente, hemos de ponernos en el camino de la
alfabetización en ciencia y en tecnología. Esto significa partir de la concepción que contempla
la construcción de un pensamiento crítico, en torno de una actividad que influye directamente
en nuestra vida social y personal, y que de ninguna manera es neutral porque, como toda
actividad humana, es social y, por ende, es ética y es política. La ciencia y la tecnología son
herramientas indisolublemente ligadas a la educación, para que los ciudadanos de un país
podamos ejercer la reflexión crítica en la toma de decisiones y no dejar tan solo en manos de
los expertos, algo que debe ser pensado entre todos. Esta postura de dejar las cosas en manos
de “los que saben” trae aparejada la descontextualización de los proyectos y de los
emprendimientos. Los efectos nocivos para una sociedad de la supuesta neutralidad de los
sujetos y de la despolitización de la política no son ajenos al ámbito de la ciencia y de la
tecnología. Ello significaría quitarnos a los ciudadanos las valiosas herramientas de la discusión
y de la crítica. Despolitizar la política nos aleja de nuestra condición de ciudadanos
responsables con nuestros derechos y obligaciones, capaces de desarrollar un pensamiento
crítico, y pasamos a ser sólo consumidores, de una mercancía más entre las tantas que
circulan por el mercado.
Como hemos visto en la primera parte de este texto, la tradición cientificista de fines del siglo
XIX y principios del siglo XX consideraba que las cuestiones científicas eran problemas que
debían solucionar los propios científicos y que la instituciones científicas debían ser conducidas
y administradas por los propios especialistas, quienes podían diseñar las políticas en la materia
a pesar de que los recursos fueran estatales. Esto contribuyó al desinterés público por la
investigación científica en los países de América Latina y reforzó la imagen de neutralidad del
conocimiento, despolitización y ausencia de compromiso ético. Se vuelve urgente, la necesidad
de mostrar la naturaleza social, y como tal controvertida, de la ciencia, fruto del trabajo de
muchos hombres y mujeres, basado, a su vez, en el trabajo de otros tantos miles de
hombres y mujeres, para evitar la idea errónea de una ciencia producida por genios (Solbes, J.
y otros, 2001).
Dentro de la multiplicidad de sus propósitos, la educación en ciencia y en tecnología, debería
desarrollar una comprensión pública para que podamos ser ciudadanos responsables y
comprometidos en una sociedad democrática, de manera tal que se fomente nuestra
participación activa en la toma de decisiones científico-tecnológicas que tienen marcada
incidencia social. Para ello será necesario comprender a la ciencia y a la tecnología como parte
de la cultura de un pueblo, es decir, es imprescindible contextualizarlas dentro de una
concepción del mundo compartida por los sujetos sociales de una comunidad.
Documento de Cátedra: Ciencia, Tecnología y Sociedad – IPC – UBA XXI
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